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vendredi 8 octobre 2010

Vicente Blasco Ibañez, El establo de Eva

El establo de Eva

Siguiendo con mirada famélica el hervor del arroz en la paella, los segadores de la masía, escuchaban al tío Correchola, un vejete huesudo que enseñaba por la entreabierta camisa un matorral de pelos grises.
Las caras rojas, barnizadas por el sol, brillaban con el reflejo de las llamas del hogar : los cuerpos rezumaban el sudor de la penosa jor­nada, saturando de grosera vitalidad la atmósfera ardiente de la cocina, y a través de la puerta de la masía, bajo un cielo de color violeta en el que comenzaban a brillar las estrellas, veíanse los campos pálidos e indecisos en la penumbra del crepúsculo, unos segados ya, exhalando por las resquebrajaduras de su corteza el calor del día, otros con ondu­lantes mantos de espigas, estremeciéndose bajo los primeros soplos de la brisa nocturna.
El viejo se quejaba del dolor de sus huesos. ¡ Cuánto costaba ga­narse el pan !... Y este mal no tenía remedio : siempre existían pobres y ricos, y el que nace para víctima tiene que resignarse. Ya lo decía su abuela : la culpa era de Eva, de la primera mujer... ¿ De qué no tendrán culpa ellas ?
Y al ver que sus compañeros de trabajo - muchos de los cuales lo conocían poco tiempo - mostraban curiosidad por enterarse de la culpa de Eva, el tío Correchola comenzó a contar, con pintoresco valenciano, la mala partida jugada a los pobres por la primera mujer.
El suceso se remontaba nada menos que a algunos años después de haber sido arrojado del Paraíso el rebelde matrimonio, con la sen­tencia de ganarse el pan trabajando. Adán se pasaba los días destripan­do terrones y temblando por sus cosechas ; Eva arreglaba, en la puerta de su masía, sus zagalejos de hojas..., y cada año un chiquillo más formándose en tomo de ellos un enjambre de bocas que sólo sabían pedir pan, poniendo en un apuro al pobre padre.
De cuando en cuando revoloteaba por allí algún serafin, que venía a dar un vistazo al mundo para contar al Señor cómo andaban las cosas de aquí abajo después del primer pecado.
- ¡ Niño!... ¡ Pequeñín ! - gritaba Eva con la mejor de sus sonrisas -. ¿ Vienes de arriba ? ¿ Cómo está el Señor ? Cuando le hables, dile que estoy arrepentida de mi desobediencia... ¡ Tan ricamente que lo pasá­bamos en el Paraíso !... Dile que trabajamos mucho, y sólo deseamos volver a verle para convencernos de que no nos guarda rencor.
- Se hará como se pide - contestaba el serafín.
Y con dos golpes de ala, visto y no visto, se perdía entre las nubes. Menudeaban los recado s de este género, sin que Eva fuese atendi­da. El Señor permanecía invisible, y según noticias, andaba muy ocu­pado en el arreglo de sus infinitos dominios, que no le dejaban un momento de reposo.
Una mañana, un correveidile celeste se detuvo ante la masía.
- Oye, Eva : si esta tarde hace buen tiempo, es posible que el señor baje a dar una vueltecita. Anoche, hablando con el arcángel Miguel, preguntaba : « ¿ Qué será de aquellos perdidos ? »
Eva quedó como anonadada por tanto honor. Llamó a gritos a Adán, que estaba en un bancal vecino doblando, como siempre, el espinazo. ¡ La que se armó en la casa ! Lo mismo que en víspera de la fiesta del pueblo, cuando las mujeres vuelven de Valencia con sus compras. Eva barrió y regó la entrada de la masía, la cocina y los estu­dis ; puso a la cama la colcha nueva, fregoteó las sillas con jabón y tierra, y entrando en el aseo de las personas, se plantó su mejor saya, endosando a Adán una casaquilla de hojas de higuera que le había arreglado para los domingos.
Ya creía tenerlo todo corriente, cuando le llamó la atención el griterío de su numerosa prole. Eran veinte o treinta..., o Dios sabe cuántos. ¡ Y cuán feos y repugnantes para recibir al Todopoderoso ! El pelo enmarañado, la nariz con costras, los ojos pitarrosos, el cuerpo con escamas de suciedad.
- ¿ Cómo presento esta pillería ? - gritaba Eva -. El Señor dirá que soy una descuidada, una mala madre... ¡ Claro, los hombres no saben lo que es bregar con tanto chiquillo !
Después de muchas dudas, escogió los preferidos ¡ qué madre no los tiene !), lavó los tres más guapitos, y a cachetes llevó hasta el retablo a todo aquel rebaño triste y sarnoso, encerrándolo, a pesar de sus pro­testas.
Ya era hora. Una nube blanquísima y luminosa descendía por el horizonte, y el espacio vibraba con rumor de alas y la melodía de un coro que se perdía en el infinito, repitiendo con mística monotonía:
¡ Hosanna !, ¡ hosanna !... Ya echaban pie a tierra, ya venían por el cami­no, con tal resplandor que parecía que todas las estrellas del cielo ha­bían bajado a pasear por entre los bancales de trigo.
Primero llegó un grupo de arcángeles: el piquete de honor. Envai­naron las espadas de fuego, dirigieron unos cuantos chicoleos a Eva, asegurando que por ella no pasaban años y aún estaba de buen ver, y con marcial franqueza se esparcieron después por los campos, subién­dose a las higueras, mientras Adán maldecía por lo bajo, dando ya por perdida su cosecha.
Después llegó el Señor: las barbas de resplandeciente plata, y en la cabeza un triángulo que deslumbraba como el sol. Tras él, San Miguel y todos los ministros y altos empleados de la corte celestial.
Acogió el Señor a Adán con una sonrisa bondadosa, y a Eva le dió un golpecito en la barba, diciéndole :
- ¡ Hola, buena pieza ! ¿ Ya no eres tan ligera de cascos ?
Emocionados por tanta amabilidad los esposos ofrecieron al Señor una silla de brazos. ¡Qué silla, hijos míos! Ancha, cómoda, de algarro­bo fuerte, y con un asiento de trencilla de esparto del más fino, como la pueda tener el cura del pueblo.
El Señor arrellanado muy a su gusto, se enteraba de los negocios de Adán, de lo mucho que le costaba ganar el sustento de los suyos.
-Bien, muy bien - decía -. Esto te enseñará a no aceptar los consejos de tu mujer. ¿ Creías que todo iba a ser la sopa boba del Paraíso ? Rabia, hijo mío; trabaja y suda; así aprenderás a no atreverte con tus mayores.
Pero el Señor, arrepentido de su rudeza, añadió con tono bondado­so :
- Lo hecho, hecho está, y mi maldición debe cumplirse. Yo sólo tengo una palabra. Pero ya que he entrado en vuestra casa, no quiero irme sin dejar un recuerdo de mi bondad. A ver, Eva : acércame esos chicos.
Los tres arrapiezos formaron en fila frente al Todopoderoso, que los examinó atentamente un buen rato.
- Tú - dijo al primero, un gordiflón muy serio, que le escuchaba con las cejas fruncidas y un dedo en la nariz -, tú serás el encargado de juz­gar a tus semejantes. Fabricarás la ley, dirás lo que es delito, cambian­do cada siglo de opinión, y someterás todos los delincuentes a una misma regla, que es como si a todos los enfermos los curasen con el mismo medicamento.
Después señaló al otro, un morenito vivaracho, siempre con un palo para sacudir a sus hermanos.
- Tú serás un guerrero, un caudillo. Llevarás tras de ti a los hom­bres como el rebaño que marcha al matadero, y, sin embargo, te recla­marán: la gente, al verte cubierto de sangre, te admirará como un semidiós. Si los otros matan, serán criminales ; si tú matas, serás héroe. Inunda de sangre los campos, pasa los pueblos a hierro y fuego, destru­ye, mata, y te cantarán los poetas y escribirán tus hazañas los historia­dores. Los que sin ser tú hagan lo mismo, arrastrarán cadenas.
Reflexionó el Señor un momento, y se dirigió al tercero.
- Tú acapararás las riquezas del mundo, serás comerciante, presta­rás dinero a los reyes, tratándolos como iguales, y si arruinas a todo un pueblo, el mundo entero admirará tu habilidad.
El pobre Adán lloraba de agradecimiento, mientras Eva, inquieta y temblorosa, intentaba decir algo, si decidirse a ello. En su corazón de madre se agitaba el remordimiento ; pensaba en los pobrecitos encerra­dos en el establo que iban a quedar excluídos del reparto de mercedes.
- Voy a enseñárselos -decía por lo bajo a su marido.
Y éste, tímido siempre, se oponía murmurando :
- Sería demasiado atrevimiento. Se enfadará el Señor.
Justamente, el arcángel Miguel, que había venido de mala gana a la casa de aquellos réprobos, daba prisas a su Amo.
- Señor, que es tarde.
El Señor se levantó ; la escolta de arcángeles, bajando de los árbo­les, acudió corriendo para presentar armas a la salida.
Eva, impulsada por su remordimiento, corrió al establo, abriendo la puerta.
- Señor, que aún quedan más. Algo para estos pobrecitos.
El Todopoderoso miró con extrañeza aquella caterva sucia y asquerosa que se agitaba en el estiércol como un motón de gusanos.
- Nada me queda que dar – dijo -. Sus hermanos se lo han llevado todo. Ya pensaré, mujer ; ya veremos más adelante.
San Miguel empujaba a Eva para que no importunase mas al Amo; pero ella seguía suplicando :
- Algo, Señor ; dadles cualquier cosa. ¿ Qué van a hacer estos pobres en el mundo ?
El Señor deseaba irse, y salió de la masía.
- Ya tienen destino –dijo a la madre. Estos se encargarían de servir y mantener a otros.
- Y de aquellos infelices – terminó el viejo segador -, que nuestra primera madre ocultó en el establo, descendemos nosotros que vivimos sobre la tierra.

***

L’étable d’Ève.

Tout en observant d’un regard famélique le riz bouillonner dans le plat à paëlla, les moissonneurs de la ferme écoutaient le père Correchola, un petit vieux squelettique qui exhibait, par sa chemise entrouverte, un buisson de poils gris.
Les visages rouges, tannés par le soleil, brillaient de par le reflet des flammes du foyer : les corps laissaient perler la sueur de la pénible journée, saturant l’atmosphère ardente de la cuisine d’une vitalité grossière. Par la porte de la ferme, sous un ciel aux tons violets dans lequel commençaient à briller les étoiles, on apercevait les champs pâles et imprécis dans la pénombre du crépuscule : certains ayant déjà été fauchés, exhalant la chaleur du jour à travers les sillons de leur surface, d’autres vêtus de capes d’épis ondulantes, frémissant sous les premiers souffles de la brise nocturne.
Le vieux se plaignait de la douleur que lui causaient ses os. Gagner son pain n’était pas chose facile !… Et ce mal était sans remède : il y avait toujours des pauvres et des riches, et celui qui naît dans le but d’être une victime doit se résigner.
Sa grand-mère le disait jadis : c’était de la faute d’Ève, de la toute première femme… D’ailleurs, de quoi celles-ci ne sont-elles pas coupables ?
Comme il remarquait que ses compagnons de travail -dont un grand nombre le connaissaient depuis peu de temps- étaient curieux d’apprendre quelle était la faute d’Ève, le père Correchola se mit à raconter, en valencien pittoresque, le mauvais tour qu’avait joué la toute première femme aux pauvres.
Les faits remontaient à pas moins de quelques années après que le couple rebelle a été expulsé hors du Paradis, avec le châtiment de gagner son pain en travaillant. Adam passait ses journées à émotter les terres et à trembler pour ses récoltes ; Ève rapiéçait leurs jupons de feuilles, sur le perron de la ferme…, et chaque année un rejeton de plus formait parmi eux un essaim de bouches qui savaient uniquement quémander du pain, faisant se presser leur pauvre père.
De temps à autre, voletait dans les parages un séraphin qui venait jeter un coup d’œil sur le monde pour rapporter au Seigneur comment se déroulaient les choses d’ici-bas après le premier péché.
« Mon enfant !... Mon petit ! -s’écriait Ève avec son plus beau sourire-. Tu viens d’en haut ? Comment se porte le Seigneur ? Quand tu lui parleras, dis-lui que je me suis repentie de ma désobéissance… Nous nous sentions si bien au Paradis !... Dis-lui que nous travaillons énormément, et que nous désirons seulement le revoir pour être convaincus qu’il ne nous en veut plus.
— Vos désirs sont des ordres » -répondait le séraphin.
Et de deux coups d’ailes, en un éclair, il disparaissait dans les nuages. Les commissions de ce genre avaient fréquemment lieu, sans qu’Ève ne s’en rendît compte. Le Seigneur restait invisible, et selon les dires, il était très occupé à mettre la dernière main sur ses infinis domaines, qui ne lui laissaient pas un moment de répit.
Un matin, un rapporteur céleste s’arrêta devant la ferme.
— « Écoute Ève : si cet après-midi il fait beau temps, il est possible que le Seigneur descende faire un petit tour. Hier soir, en discutant avec l’archange Michel, il demandait : « Qu’en est-il de ces égarés ? »
Ève fut abasourdie par tant d’honneur. Elle appela à grands cris Adam qui était, comme toujours, en train de courber l’échine dans une parcelle voisine. Avec quelle ardeur elle s’affaira dans la maison ! Tout comme à la veille de la fête du village, lorsque les femmes reviennent de Valence avec leurs achats. Ève balaya et lessiva l’entrée de la ferme, la cuisine et les chambres ; elle mit la courtepointe neuve sur le lit et elle briqua les chaises avec du savon et de la terre. En ce qui concerne la toilette des gens, elle se para de son plus beau jupon, puis fit endosser à Adam un casaquin en feuilles de figuier qu’elle lui avait confectionné pour le dimanche.
Elle pensait déjà avoir tout terminé, quand les piaillements de sa nombreuse progéniture attirèrent son attention. Ils étaient vingt ou trente..., ou Dieu sait combien. Et ils étaient si laids et répugnants pour recevoir le Tout-Puissant ! Les cheveux emmêlés, le nez plein de croûtes, les yeux chassieux et le corps couvert de plaques de saleté.
« Comment vais-je présenter cette bande de coquins ? –criait Ève- Le Seigneur va dire que je suis négligente, une mauvaise mère… Bien sûr, les hommes ne savent pas ce que c’est que de se démener avec tant d’enfants ! »
Après avoir beaucoup douté, son choix se porta sur ses préférés (Quelle mère n’en a pas !) : elle lava les trois plus mignons et, en les tirant par les joues, elle emmena toute cette troupe triste et galeuse jusqu’au retable, l’enfermant, malgré leurs récriminations.
C’était déjà l’heure. Un nuage infiniment blanc et lumineux descendait à l’horizon, l’espace vibrait avec la rumeur des ailes et la mélodie d’un chœur qui se perdait dans l’infini, en répétant d’une monotonie mystique:
Hosanna ! Hosanna !... Déjà ils mettaient pied à terre, déjà ils arrivaient par le chemin, avec un tel éclat qu’on eût dit que toutes les étoiles du ciel étaient venues se balader parmi les parcelles de blé.
Un groupe d’archanges arriva d’abord : le piquet d’honneur. Ils rengainèrent leurs épées de feu, couvrirent Ève de compliments en lui assurant que les années ne la marquaient pas et qu’elle avait encore belle allure. D’une simplicité martiale, ils se dispersèrent ensuite à travers champs, se perchant sur les figuiers, alors qu’Adam pestait tout bas, faisant déjà le deuil de sa récolte.
Puis le Seigneur arriva : la barbe d’un argent étincelant, avec sur sa tête un triangle qui rayonnait comme le soleil. Derrière lui, Saint Michel et tous les ministres et hauts fonctionnaires de la Cour céleste.
Le Seigneur accueillit Adam avec un sourire affectueux, et il donna une chiquenaude sur le menton d’Ève, en lui disant :
« Salut, sacré numéro ! Tu as retrouvé tes esprits ? »
Émus par tant d’amabilité les époux offrirent au Seigneur une chaise à bras. Et quelle chaise, mes enfants ! Large, confortable, en caroubier solide et avec une assise ornée de soutache du sparte le plus fin, comme peut en posséder le curé du village.
Le Seigneur installé bien à son aise, s’informait des affaires d’Adam, de tout ce que cela lui coûtait de subvenir aux besoins des siens.
« Bien, très bien -disait-il-. Ceci t’enseignera à ne pas suivre les conseils de ta femme. Tu pensais que tout allait t’être servi sur un plateau comme au Paradis ? Enrage, mon fils ; travaille et sue : ainsi tu apprendras à ne pas t’enhardir auprès de tes aînés.
Mais le Seigneur, regrettant sa rudesse, ajouta d’un ton prévenant :
« Ce qui est fait est fait, et ma malédiction doit s’accomplir. Je n’ai qu’une seule parole. Mais maintenant que je suis entré chez vous, je ne veux pas m’en aller sans laisser un souvenir de ma bonté. Tiens, Ève : approche-moi ces enfants.
Les trois pauvres diables se mirent en file indienne face au Tout-Puissant, qui les examina attentivement durant un bon moment.
« Toi -dit-il au premier, un grassouillet très sérieux qui l’écoutait avec les sourcils froncés et un doigt dans le nez-, tu seras chargé de juger tes semblables. Tu feras la loi, tu définiras ce qu’est un délit, en changeant d’opinion tous les siècles, et tu soumettras tous les délinquants à une même règle, comme si on soignait tous les malades avec le même médicament. »
Après il désigna l’autre, un petit brun espiègle, toujours muni d’un bâton pour battre ses frères.
« Toi tu seras un guerrier, un chef. Tu mèneras derrière toi les hommes tel le troupeau qui marche vers l’abattoir, et, malgré tout, ils te réclameront : les gens, en te voyant couvert de sang, t’admireront comme un demi-dieu. Si les autres tuent, ils seront des criminels ; si tu tues, tu seras un héros.
Inonde les champs de sang, mets les villages à feu et à sang, détruit, tue, ainsi les poètes te célèbreront et les historiens écriront tes exploits. Ceux qui sans être toi feront de même, traîneront des chaînes.
Le Seigneur réfléchit un temps, et s’adressa au troisième.
« Toi tu accapareras les richesses du monde, tu seras commerçant. Tu prêteras de l’argent aux rois, en les traitant d’égal à égal, et si tu ruines tout un peuple, le monde entier admirera ton habileté. »
Le pauvre Adam pleurait de reconnaissance, alors qu’Ève, inquiète et tremblante, essayait de dire quelque chose, sans se décider à le faire. Le remords s’agitait dans son cœur de mère ; elle songeait aux pauvres petits enfermés dans l’étable qui allaient être exclus de la répartition des faveurs.
« Je vais les lui montrer -disait-elle à voix basse à son mari.
Et celui-ci, toujours timide, s’opposait en murmurant :
— Ce serait trop audacieux. Le Seigneur pourrait se fâcher. »
Justement, l’archange Michel, qui était venu à contrecœur au domicile de ces réprouvés, hâtait son maître.
« Seigneur, il se fait tard. »
Le Seigneur se leva ; l’escorte d’archanges, descendant des arbres, arriva à toute allure pour présenter les armes à la sortie.
Ève, guidée par son remords, courut vers l’étable dont elle ouvrit la porte.
« Seigneur, c’est qu’il y en a d’autres. Un geste pour ces pauvres petits. »
Le Tout-Puissant regarda avec perplexité cette flopée sale et repoussante qui s’agitait dans le fumier comme un tas de vers.
« Il ne me reste plus rien à offrir -dit-il-. Vos frères ont tout pris. J’y penserai, femme ; nous verrons cela plus tard. »
Saint Michel poussait Ève afin qu’elle n’importunât plus le Maître ; mais elle continuait à supplier :
« Quelque chose, Seigneur ; donnez-leur n’importe quoi. Que vont faire ces misérables dans le monde ?
Le Seigneur désirait partir, et il sortit de la ferme.
— Ils ont déjà un destin – dit-il à la mère. Ceux-ci pourraient se charger de servir et d’en nourrir d’autres. »
« Et c’est de ces malheureux – termina le vieux moissonneur – , que notre première mère cacha dans l’étable, que nous sommes issus nous qui vivons sur la terre.

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